«¿No ves todo lo que hago por ti y así te comportas?» le grité iracunda, despiadada. Él sólo miraba fijamente con esos inmensos ojos verdes. Tomé su cuerpecito frágil y lo metí en la transportadora. «Aquí te quedas, cabrón, para que aprendas a no hacer eso».
Comencé a barrer el desmadre de la alfombra, cada sacudida era impulsada por un fuerte sentido de injusticia… «tiempo, dinero, quedarme con las ganas, no poder trabajar en silencio» repasaba mentalmente todo aquello hecho y deshecho por su presencia… «¡Qué coraje, caray!, por eso no quería hijos y mira nomás cómo terminé cuidándolo a él más de lo que me cuidé a mí», exclamé a las paredes.
Por un lado, me sentía la peor humana del mundo expresándome así de un animal no humano, ridícula además, él no me pidió cuidarlo, en primer lugar. Pero yo, yo… yo… Sabía en lo recóndito de mi visceral reacción la verdad, no era su culpa sacar la arena de su caja, todos los gatos y gatas hacen lo mismo. Sin embargo, ya cansada, endeudada, sin bañar, extrañando a mi gente y mil cosas por hacer, quería ver al mal agradecido gato de cuatro años con una condición médica de por vida como el enemigo, como si su existencia fuera la razón de mis desvelos y todo lo anterior.
¿A quién engañamos? Poner la culpa en otros suena tan propio de la especie; quejarnos del tiempo, dándole personalidad, acusándolo de ladrón y avaro; reclamándole al clima por nuestra incapacidad adaptativa, señalando errores de otros, evitando ver los propios, etcétera, etcétera. Defraudados.
Me tiré en la cama, apagué la luz, por un segundo repasé cada momento del año, todos los frenos, el dolor, decepciones e insatisfacciones. Lloré, ¡vaya cómo lloré!, miraba al techo y las lágrimas se me fueron a las orejas, mientras me preguntaba «¿algún día lograré lo que me falta?, ¿cuándo?, ¿habría sido más sencillo de otro modo?».
Jale mi cuerpo inerte, encendí la luz, saqué al gato, lo acaricié.
«Perdóname, gatito», dije, «me doy cuenta que, a pesar de mis jugarretas, hermetismos y desaciertos, no pude evitarlo, te amo, aunque he intentado mantenerme al margen de la ternura, los afectos y apegos, mi más grande miedo se ha manifestado: inevitablemente te amo. ¿Esto es lo que me había evitado? No poder enojarme sin sentir culpa o sentirme incómoda por reprocharte tu naturaleza. No quería enamorarme, poner mi vulnerabilidad en tus patitas, pensarlo me causa escalofríos… hoy entiendo, esto es amar, ¿verdad? No puedo siquiera pensar en hacer algo si sé que podría afectarte, incluso si la rabia estruja mi cuerpo».
Algún día -con mucha suerte- aprenderé. Me enojé con el gato, menos de 10 minutos, porque prefería darle apapacho, antes que dejarlo encerrado. Jamás olvidaré esta noche, ese domingo acepté la parte vulnerable del amor.